miércoles, 21 de enero de 2015

COSIENDO ALAS



Algo que solemos hacer a menudo, padres, madre, tíos, e incluso entre amigos, es aquello que en el ámbito profesional algunos  psicólogos llamamos etiquetar a una persona.
¿Qué es una etiqueta?  Es como coger un papel, escribir un  adjetivo, y pegárselo en la frente al otro cuando se lo otorgamos verbalmente: Patoso, torpe,  desordenado...
Obviamente,  no le adherimos el papel en la frente, pero se lo colgamos en el inconsciente cuando se lo hemos repetido varias veces.  De tal forma que  a modo de espejo, con su comportamiento reflejará aquello que cree ser. Si cree que es torpe, manifestará con los demás que lo es, y lo tratarán como tal. Quedando la etiqueta finalmente esculpida en su personalidad.
Y lo que puede haber empezado siendo un tropiezo o un descuido, puede convertirse en parte de su identidad,  “sin querer”
Cuando le adjudicamos al niño una etiqueta, limitamos nuestra visión, nos perdemos parte de su persona, de su esencia, de su ser. Perdemos la oportunidad de seguir explorando esa cualidad que hemos etiquetado, y que siendo explorada podría derivar en una gran virtud.
Una madre me dijo:
Es que mi hija es pava
Pregunté: ¿Qué te hace pensar que es pava? ; ¿Cómo ves que lo es?
Su tranquilidad me saca de quicio. Contestó.
Quizás en un futuro, pueda ser una  gran cirujana, o una gran escultora.  Se me ocurrió a mí.
Contaré un cuento de Jorge Bucay para reflejar como puede influir una etiqueta en nosotros desde que somos niños, hasta la adultez:
Cuando yo era chico me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales, me llamaba la atención el elefante. Durante la función hacía despliegue de su peso, tamaño y fuerza descomunal... pero después de su actuación y hasta un rato antes de volver al escenario, el elefante quedaba sujeto solamente por una cadena que aprisionaba una de sus patas a una pequeña estaca clavada en el suelo.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en la tierra. Y aunque la cadena era gruesa y poderosa me parecía obvio que ese animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su propia fuerza, podría, con facilidad, arrancar la estaca y huir.
El misterio es evidente: ¿Qué lo mantiene entonces? ¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los grandes. Pregunté entonces por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapa porque estaba amaestrado.
Hice entonces la pregunta obvia:
–Si está amaestrado ¿por qué lo encadenan?
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente.
Hace algunos años descubrí que por suerte para mí alguien había sido lo bastante sabio como para encontrar la respuesta:
El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos y me imaginé al pequeño recién nacido sujeto a la estaca.
Estoy seguro de que en aquel momento el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo no pudo.
La estaca era ciertamente muy fuerte para él. Juraría que se durmió agotado y que al día siguiente volvió a probar, y también al otro y al que le seguía...Hasta que un día, un terrible día para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Este elefante enorme y poderoso, que vemos en el circo, no escapa porque, cree pobre, que NO PUEDE.
Él tiene registro y recuerdo de su impotencia, de aquella impotencia que sintió poco después de nacer.
Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese registro.
Jamás... jamás... intentó poner a prueba su fuerza otra vez...
Vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad...
Así como el elefante creía que no era fuerte, un niños al que hemos etiquetado con cualquier adjetivo, ya sea torpe, malo para los deportes, poco inteligente, así lo creerá, y llámese cadena, llámese palabras, llámese actitudes que tenemos con ellos, formarán parte de su experiencia.
Una de las formas en la que los adultos podemos contribuir a que no arrastren cadenas, es observar y poner atención al lenguaje que empleamos para dirigirnos a los más pequeños.
No construyamos cadenas, cosamos alas, alas en forma de corazón…

Coser requiere atención plena, paciencia, presencia, conocimiento y amor…